jueves, 31 de diciembre de 2009

Una nueva oportunidad...


La vida es una, y solo una vez se nos da la oportunidad de vivirla.

Más que los acontecimientos, es la actitud que tomemos ante ellos nuestra mejor aliada.

Por ello,
en este nuevo año que Dios nos regalará,
os deseo a todos que nunca les falte una sonrisa ante la tristeza,
un rayo de esperanza ante el desaliento,
una mano amiga ante el desdén,
una poesía ante la cruda realidad,
un dulce amanecer ante una noche oscura y fría,
pero sobre todo,
un corazón amoroso que ayude a borrar las imperfecciones de este mundo.

Un abrazo y un beso a cada uno de mis amigos de la blogosfera.

¡Feliz Año Nuevo!

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Hasta mañana, si Dios quiere.

Imagen de Marc Ward. Gracias

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Navidad...


Es tiempo de cosechar

Es tiempo de recordar

Es tiempo de perdonar

Es tiempo de compartir

Es tiempo de abrazar con el alma

Pero sobre todo,

Es tiempo de amar con todo el corazón


Que esta Navidad,


la paz y el amor habite


en vuestros corazones,


y el Año Nuevo os encuentre


con una sonrisa en el alma.



Un beso y un abrazo a todos.


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Hasta mañana, si Dios quiere.

Imagen de Neil Railey. Gracias

sábado, 12 de diciembre de 2009

El pueblo...


Dedicado a mi amigo José Del Moral De la Vega,
quien conoce muy bien el cariño que se siente por
el pueblo de nuestra infancia.
Recuerdo como un sueño lejano, al que me gusta volver, el pueblo donde mi madre creció. La casa de mi abuelita materna, María, la conservo entre mis más bellos recuerdos, porque allí pasé muchos veranos e inviernos en compañía de mis primos, a quienes veía una vez al año. Sus techos altos y sus paredes anchas, construidas con sillar, la mantenían siempre fresca, salvo ciertos días en que la canícula elevaba el termómetro, y los ánimos de la gente, a más de 45º C. Cuando eso sucedía, los mayores sacaban al patio, por las noches, catres de lona, y acostaban allí a toda la chiquillada. Dormir a la intemperie, rodeada de macetas con flores de colores taciturnos, escuchando el canto de grillos somnolientos, cobijada con el suave titilar de las estrellas y arrullada con el murmullo lejano y silencioso de las almas a punto de dormir, fue sin duda, una de las experiencias más hermosas y llenas de asombro que tuve en mi niñez.

La casa estaba pintada de blanco y tenía muchas habitaciones, todas dispuestas alrededor de un patio central, desde donde se podía adivinar la historia que transcurría en cada una de ellas. Si conocí un desafío cuando era pequeña, ése fue correr con mis primos desde la entrada de la casa hasta la cocina, última habitación, sorteando puertas, cortinajes y muebles con imágenes religiosas, y cuidando de no tropezar con algún escalón, fruto del desnivel inicial del terreno donde se fincó la propiedad.

En el pueblo, la gente se conocía y se ayudaba, y si de vivir la misma vida se trataba, abrazados lloraban sus tristezas y solidarios compartían sus alegrías. Las calles, empedradas de sueños y de glorias desgastadas, eran testigos del aroma que se filtraba por los postigos de las casas cada atardecer, y que deleitaba a quien pasara por allí; el olor, que siempre era el mismo, provenía del café recién hervido, de las tortillas de harinas recién cocidas y de las polcas y los molletes acabados de hornear.
Los paseos, que siempre los hacíamos caminando por la plaza y por las callecitas, con banquetas desiguales y farolas adornadas, eran toda una aventura, sobre todo por el saludo cordial de las ancianitas sentadas en la puerta de su casa saludándonos y preguntándonos por nuestras mamás, y porque mi abuelita nos daba cincuenta centavos para ir a comprar dulces a la tiendita de la esquina, cuyo propietario, Don Natalio Solís, tenía allí un abanico de techo antiguo y un foco que colgaba de él de muy poco voltaje, dando a la tiendita un aspecto que a mí siempre me pareció tristón y solitario.

Todavía recuerdo a los viejitos descansando en las bancas de la plaza, como si fueran estatuas vivientes de mármol; el quiosco al que subíamos mis primos y yo a jugar a “la cerveza”; la nevería con sus sillas altas frente a la barra, y que yo nunca alcanzaba; el misterioso salón de billar "El gato negro"; los dos únicos cines, el Olimpia y el Baldazo, que te ofrecían tres películas por boleto y hasta permanencia voluntaria; la Iglesita de Nuestro Señor San José, donde mis padres se casaron; la escuela primaria donde estudió todo el pueblo, la carretera con sus farmacias, tiendas de abarrotes y de ropa y un hotelito, el famoso motel Don Luis, lugar al que llegaban los invitados “de fuera” en las bodas y bailes de fin de año.

Recordar el pueblo de mi abuelita María es volver, inconfundiblemente, a mi niñez. Me pregunto si existirá en los corazones de la gente un pueblo similar al mío, donde puedan detenerse a recordar y a dar un paseo, dulce y entrañable, al lado del calor y afecto que recibieron en la infancia. Yo espero que sí.

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Hasta mañana, si Dios quiere.

Imagen de la plaza de Sabinas Hidalgo, N.L, cortesía de Méxicoenfotos.com. Gracias